miércoles, 9 de junio de 2010


Por Ricardo Forster


El titular de La Nación del último domingo no deja de ser sorprendente de acuerdo con la beligerancia sostenida e inclemente que el diario de los Mitre viene manteniendo hacia el Gobierno nacional. Tomando las cifras de una encuesta que hizo Poliarquía al día siguiente de los festejos del Bicentenario, titula: “Después de dos años mejoran las expectativas sobre el país”, y en letras más pequeñas agrega que “Un 35 por ciento cree que 2011 será más favorable; la percepción negativa de la realidad bajó un 22%”. ¿Ha cambiado acaso la perspectiva política de los editores del centenario matutino? ¿Habrán sido tan contundentes las cifras mostradas por la encuesta de Poliarquía que no tuvieron más remedio que aceptar lo inaceptable? ¿Cómo es posible, se estarán preguntando, que unos festejos multitudinarios hayan cambiado de ese modo el humor de una parte sustancial de la población? ¿Habrá habido alguna otra cosa que permaneció invisible o fue ocultada por los grandes comunicadores? ¿Se habrá quebrado el mito de un kirchnerismo aislado y en retirada e incapaz de generar apoyo social? ¿Será, acaso, que los editores de La Nación están saliendo de la burbuja en la que estaban viviendo y desde la que veían, retrataban y analizaban el país?Cualquiera que, una vez leído ese titular, se dirija a las últimas páginas en las que podrá detenerse en el editorial y en las columnas de sus dos periodistas estrella (Grondona y Morales Solá), verá inmediatamente que la hostilidad hacia los Kirchner sigue inalterable, que el rencor no ha mudado en reconocimiento y que su retórica sigue apuntando a homologar el gobierno de Cristina Fernández con lógicas autoritarias y escándalos de corrupción.Claro que el lector atento percibirá una alta dosis de preocupación ante este giro en el humor social, se encontrará con los lamentos de quienes se desesperan al comprobar, una vez más, el desbarrancamiento de la oposición y la enorme capacidad demostrada por sus enemigos acérrimos a la hora de generar políticas que atraviesan tanto lo económico como lo cultural simbólico.La preocupación de La Nación tiene una fecha obsesivamente señalada: las elecciones presidenciales de octubre del 2011, esa fecha que meses atrás ni les preocupaba porque creían que después de la derrota de junio del 2009 los Kirchner no podrían hacer otra cosa que preparar su retirada. Se han equivocado y lo saben. Veremos cómo encaran esta etapa atravesada por las irradiaciones, que todavía habrá que seguir observando con muchísima atención, de los festejos multitudinarios e históricos del Bicentenario.A La Nación le perturba profundamente el valor político cultural de un acontecimiento que no sólo le devolvió un protagonismo extraordinario al pueblo sino que incorporó de un modo arriesgado y creativo una interpretación atípica de la historia argentina junto con una resimbolización de la travesía latinoamericana. Los herederos de Mitre, los cultores de una historia oficial que invisibilizó a los débiles y a los derrotados, que catapultó al panteón de los héroes a su fundador y al general Roca y a toda la saga liberalconservadora se quedaron de una pieza al comprobar quiénes pasaron a ocupar la galería de los patriotas latinoamericanos (¡qué escándalo que allí estuviera un indio como Túpac Amaru o un revolucionario como el Che! ¡Qué humillación que Salvador Allende y Emiliano Zapata nos observasen desde la altura de su heroicidad! Y, escándalo de los escándalos, que un bandolero como Pancho Villa y un rebelde indómito como Túpac Catari estuvieran en ese salón inimaginado para recordarnos la lucha de los campesinos y de los pueblos originarios).Porque los ideólogos del conservadurismo argentino comprenden perfectamente el altísimo valor político y simbólico que tuvo ese extraordinario gesto de Cristina Fernández, acompañada por gran parte de los presidentes de Sudamérica, que no sólo supuso reivindicar figuras descollantes de la historia continental sino, fundamentalmente, apuntalar un proceso de reescritura de esa misma historia.Una reescritura que también estuvo en el descomunal desfile de Fuerza Bruta, un hecho artísticopolítico deslumbrante y que dejará su huella en la memoria colectiva, en la proyección desplegada en las paredes del Cabildo y en la definitiva incorporación de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo en la avenida principal de nuestra narración histórica. Acontecimientos que perturban de un modo elocuente y decisivo lo que hasta ahora había sido la interpretación dominante y recurrente de la saga nacional.Son momentos fundacionales aquellos que no sólo expresan la reaparición del pueblo en la escena sino que también modifican el imaginario colectivo a la hora de revisitar el pasado argentino y latinoamericano. Y los ideólogos del conservadurismo lo saben muy bien y expresan su honda reocupación. Por supuesto que intentarán reducir este giro del humor social a los efectos del Bicentenario y buscarán desdibujar lo que, a lo largo de estos años, fue recreando la posibilidad misma de un acontecimiento inesperado como lo fue el derrame de pueblo que no salió sólo a festejar una fecha magna o a divertirse escuchando a sus artistas populares, sino que participó de un modo insospechado en la trama más decisiva y significativa de aquello que se desplegó durante cuatro días alterando lo que supuestamente parecía un desencuentro entre un gobierno asolado por sus errores y fatalidades populistas y esas multitudes que salieron para darle visibilidad tanto a su actualidad como a las marcas de una historia que todavía persiste entre nosotros.Lo sorprendente y lo extraordinario se vinculó con las grandes transformaciones y los no menos significativos debates de estos años que podríamos ejemplificar, para no hacer una lista demasiado larga, en dos experiencias decisivas: el camino novedoso que siguió el debate en torno de la nueva ley de servicios audiovisuales, un debate que caló hondo en la sociedad mostrando aquello que la corporación mediática no quería mostrar de sí misma y, por otro lado, lo que ha significado en términos de reparación social y de devolución de ciudadanía a los sectores más vulnerables y vulnerados por las políticas neoliberales la decisión presidencial de implementar la asignación universal.Un acontecimiento que atravesó lo cultural- simbólico, que se metió de lleno en la distribución igualitaria de la palabra y que puso en evidencia la concentración monopólica de la comunicación y de la información, y otro que inició un camino de reparación fundamental, ese mismo que se relaciona con las políticas de protección del trabajo y del salario y que marchan a contramano de las brutales políticas de ajuste que se están implementando en muchos países europeos.Democratización de la palabra y reconstrucción del tejido social, hechos centrales que están en la base de un acontecimiento que si bien asumió la forma de lo inesperado se entrelaza con aquello previo que los grandes medios de comunicación, La Nación entre ellos, buscaron siempre minimizar y hasta invisibilizar.Harían bien los editorialistas del diario de los Mitre y de sus actuales herederos en preocuparse ante una realidad que les devuelve, y nos devuelve, una imagen que no hubieran imaginado ni en su peor pesadilla, aquella que les muestra que algo inquietante y decisivo sucede en la historia de un país cuando las masas populares transforman los festejos de una fecha histórica en la demostración de un pueblo con ansia de participar y de apuntalar aquello que apunte directamente al corazón de la memoria de la equidad y a la búsqueda de una sociedad más justa e igualitaria.Algo de ese deseo se expresó en el fervor del Bicentenario, y algo de esas intensidades quedaron retratadas en la sorpresa del establishment ante lo que no podían ni prever ni imaginar.

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